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A ella no le preocupaba nada. A pesar del clima extremo, aguantaba la larga caminata hacia la escuela mientras entretenía a su amiga de la infancia, haciendo el camino más llevadero. El duro sistema educativo y las expectativas no agotaron su positividad. Poco sabía que sería la primera entre sus amigas cercanas en casarse y la única en emigrar a los Estados Unidos a la edad de 23 años, sin saber si alguna vez regresaría a Seúl.
Además de tener que acostumbrarse a una nueva cultura y aprender el idioma, se encontró con fuertes barreras. Su esposo, que había inmigrado a los Estados Unidos desde Corea del Sur cinco años antes que ella, estaba haciendo su doctorado – un largo y tedioso viaje mientras navegaba por los desafíos de la inmigración y su carrera. Eran dos coreanos desarraigados empezando una nueva asociación en un mundo extranjero, y nuevas vidas. En una década, tuvieron tres hijas.
El trabajo de su marido los acabó llevando a Idaho – un estado al que le falta diversidad. Criaron a sus hijas hablándoles en coreano mientras ellas respondían en inglés. Cocinaba comida coreana para las cenas familiares cada noche. Con su primera hija, implementó prácticas familiares a pesar de una fuerte oposición: libros de ejercicios adicionales para mantenerse a la cabeza en la escuela, clases de música y tiempo de juego limitado.
Como desconocida en un mundo extranjero, ¿era esta su forma de enfrentar los matices culturales que parecían poner a prueba su resiliencia todos los días? Me preguntaba.
Tardaron 18 años, justo antes de que su hija se fuera a la Universidad de Emory, en comprometerse y encontrar terreno en común. El dolor de dejar que su primogénita se mudara al otro extremo del país se calmó con la promesa que le hice yo, su hija: a partir de ese día, solo le hablaría en coreano.
Y he mantenido esa promesa.
Me senté en el aula, reprendiéndome en silencio por escuchar a mi padre y matricularme en Biología General, que no era para nada mi fuerte. Antes de que pudiera llevar a cabo mi plan de escape, nuestro profesor anunció que el trabajo del curso serían solo estudios de casos y nuestros exámenes también lo serían; trabajaríamos en grupos, no habría una respuesta correcta pero habría respuestas incorrectas. Genial.
Me acerqué a donde se había congregado el resto de mi grupo y miré dos veces. Con su túnica roja borgoña, cabeza rapada y sonrisa de oreja a oreja, uno de los miembros de mi grupo no dejaba de destacar entre el mar de estudiantes vestidos con vaqueros y camisetas.
Sherab había volado desde la India para la Iniciativa de Ciencia Tibet-Emory, creada con el Dalai Lama para integrar ciencias occidentales en el sistema educativo monástico. Él era uno de los seis monjes elegidos para este programa, hablaba poco inglés, y estaba fascinado por la biología.
A ambos nos costaba seguir el ritmo del grupo. Por lo tanto, quedar después de clase para resolver juntos el caso de estudio pareció natural.
Sherab, un extraño en un mundo extranjero como mi madre, también se enfrentaba a barreras culturales. Nuestros encuentros catalizaron varios eventos inesperados: reuniones semanales, una fusión de culturas muy diferentes, y un giro en mis aspiraciones profesionales de las leyes hacia la neurociencia.
Mientras continuaba explorando mi identidad, los desafíos a los que mi madre y Sherab se enfrentaron y conquistaron me hicieron preguntarme: ¿podría tener la resiliencia dos facetas distinguibles, emocional y cognitiva, identificables por distintas redes neurofisiológicas, las cuales podemos mapear y probar de manera tangible?
En neurociencia, la resiliencia sigue siendo difícil de definir, pero a menudo se la conoce como nuestra capacidad de adaptarnos positivamente a la adversidad. ‘Adaptarse positivamente’ es clave para la resiliencia y mi propia experience ofrecía una excelente ventana.
Había probado la presión que el sistema educativo coreano pone en los estudiantes desde muy temprana edad. Si tuviéramos que medir la resiliencia a través del éxito académico, con el rango de clase o las notas de los exámenes como métricas, por ejemplo, entonces a lo mejor los estudiantes tendrían un buen rendimiento académico, que es un reflejo de su funcionamiento cognitivo. Sin embargo, no podemos estar seguros de que estamos mapeando su resiliencia emocional, que refleja su salud mental.
Al investigar la resiliencia a nivel neural a través de imágenes cerebrales además de a nivel de comportamiento con diversas evaluaciones, quizá encontraríamos que hay diferentes cuestiones objetivo subyacentes a la resiliencia. Esa era mi hipótesis.
Ahora estoy investigando esta hipótesis con imágenes de resonancias magnéticas funcionales, que miden la actividad cerebral al detectar cambios en el flujo sanguíneo para aprovechar tanto el procesamiento emocional como cognitivo. Mi investigación explora las posibles bases de la resiliencia en niños que crecen en la pobreza, como parte de mi doctorado en Cambridge en la Unidad de Cognición y Ciencias del Cerebro del Consejo de Investigación Médica.
Entender los factores neurofisiológicos y externos que subyacen a este rasgo crucial proporcionará mucha esperanza para nuestros esfuerzos globales para preservar el bienestar de los niños de todos los orígenes.
Es con gratitud hacia Sherab y mis padres que investigo un rasgo que todos ellos han mostrado a su propia manera. Reflexiono sobre las complejas adaptaciones que hicieron mientras me enfrento a mis propios desafíos culturales como coreana-estadounidense viviendo en el Reino Unido. Sus puntos fuertes me inspiran para seguir esta ruta con la esperanza de encontrar formas no solo de entender la resiliencia desde el punto de vista de la investigación, sino para encarnarla como una mujer multicultural en la ciencia.
La ilustración es de Martha Rosas Vilchis. La traducción al español es de Marta Frias Castillo.
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